Todos tenemos miedos. Algunas personas tienen muchos; otras, no tantos. Unas personas no tienen ningún problema en hacer públicos sus miedos; otras, en cambio, tratan de ocultarlos con el fin de no parecer débiles ante el resto de las personas.
Yo también tengo miedos. Estoy convencido de que las personas que me conocen realmente y están leyendo esto podrían adivinar alguno de ellos. Otros, quizás no los conozca casi nadie.
Uno de esos miedos que tengo es a hacerme daño. Hablo del daño físico, al dolor. Me refiero a esos momentos en los que corriendo por el monte llegan las zonas técnicas y en lugar de arriesgar y bajar sin medida, decido pensarlo dos veces y bajar con más calma. Lo mismo me pasa con la bici, cuando en zonas de bajada complicadas decido tocar el freno más de lo que lo haría otra persona.
Si os paráis a pensar durante dos minutos, seguro que también podéis contar algunos de vuestros miedos.
Muchos de estos miedos tienen una explicación. En mi caso, esta explicación se remonta a mi infancia. Quizás alguno de vosotros os sintáis identificados con lo que os voy a contar a continuación.
Mi madre siempre me ha cuidado mucho, no lo voy a negar, pero en muchas ocasiones ese cuidado ha sido excesivo: “cuidado, no te vayas a caer”; “no te vayas a hacer daño”; “no es necesario que corras tanto”; “no remates de cabeza”; “bájate de ahí con cuidado” … y una infinidad de oraciones similares repetidas hasta la saciedad desde que tengo consciencia (y probablemente antes). Todos estos mensajes llevaban una carga emocional importante.
Este afán de protección por parte de mi madre causó en mí un excesivo cuidado, una creencia muy limitante que hace que todavía a día de hoy piense en las posibles consecuencias físicas de una caída antes de arriesgar haciendo deporte.
El miedo es una emoción tan necesaria como cualquier otra. No existen las emociones negativas ni malas. Todas tienen una función en nuestra vida. En el caso del miedo, nos ha salvado en más de una ocasión. Ya no me refiero a nivel personal, sino como especie que ha tenido que ir evolucionando hasta hoy en día. Sin el miedo, quizás no hubiésemos llegado como especie hasta estos días.
Pero no voy a centrarme en las emociones en esta historia, quiero centrarme en las limitaciones que he tenido en muchas carreras por ese miedo infundido.
¿Por qué cuando llegan los momentos importantes de arriesgar no lo suelo hacer o lo hago con demasiada precaución? Pues porque mi mente lo primero que piensa cuando ve una zona complicada es en alguna de esas palabras: “cuidado…” No lo hace manera consciente, sino que es algo que sale de manera automática.
El mensaje está tan grabado desde la infancia, que mi cabeza me dice que no puedo hacerlo.
Hay una historia muy bonita que a continuación os relato que describe muy bien este hecho. Lleva por título “El elefante encadenado” (Jorge Bucay)
Cuando yo era pequeño, me encantaban los circos. Lo que más me gustaba de los circos eran los animales, y el animal que más me impresionaba era el elefante. Me fascinaban sus enormes dimensiones y su fuerza descomunal.
Sin embargo, después de la actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que le aprisionaba una de las patas. La cadena era gruesa, pero la estaca era un minúsculo trozo de madera clavado a pocos centímetros de profundidad. Me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, también podía tirar de aquel minúsculo tronco y liberarse. Aquel misterio sigue pareciéndome evidente.
—¿Qué lo sujeta?, ¿por qué no huye?
Tras preguntarle a mis profesores y parientes que consideraba sabios, la respuesta que me dieron algunos fue la siguiente: «El elefante no se escapaba porque estaba amaestrado». Hice entonces la pregunta obvia, «Si estaba amaestrado, ¿por qué́ lo encadenaban?». La verdad es que no recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente, hasta que alguien que resultó ser lo suficientemente sabio me dio una respuesta convincente:
«El elefante del circo no se escapaba porque estuvo atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño».
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Seguro que en aquel momento el animalito tiró y tiró tratando de liberarse. Debía terminar el día agotado porque aquella estaca era más fuerte que él. Día tras día debía volver a intentarlo con el mismo resultado. Y así́ hasta que un día terrible para el resto de su vida, el elefante aceptó su impotencia y se resignó́ a su destino.
Ese poderoso elefante no escapa porque cree que no puede, tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió de pequeño. Y lo peor es que jamás volvió a poner a prueba su fuerza.
Al elefante le enseñaron desde pequeño que no podía escapar de la estaca. En mi caso, me enseñaron desde pequeño que tenía que llevar un cuidado excesivo para no hacerme daño. Si te ha gustado esta historia, te recomiendo que leas ¿Qué pintan 2 mastines y el cortisol en una misma historia?