Si ya habéis leído la historia “algo sobre mí y esas cosas” sabréis que me dedico a la docencia. En este mundo nos podemos encontrar infinidad de docentes diferentes y esto puede marcar en mayor o menor medida a los alumnos, tanto de manera positiva como negativa.
Seguro que vosotros mismos, si pensáis en vuestra época escolar o en el instituto, tenéis en la memoria algún profesor que os marcó de forma positiva o, todo lo contrario, que lo tenéis grabado a fuego porque os las hizo pasar canutas en alguna asignatura.
Yo soy el primero que recuerdo con mucho cariño a varios de mis profesores por la forma en la que enfocaban las clases, haciéndolo de manera empática y siempre intentando hacerlo lo más práctico y cercano al día a día posible.
Quizás esta experiencia en el pasado haya marcado parte de mi forma de actuar como docente. No sé si es la mejor forma de hacerlo o la peor. Es más, no hay una única forma correcta de hacerlo.
Como maestro, recuerdo con especial cariño una de las clases que tuve hace unos años. Era tutor de un 6º de primaria con un grupo de alumnos maravilloso. Desde el primer momento supe que iba a ser un buen curso por su actitud en clase.
En ese grupo había una alumna introvertida. A esa edad suele pasar lo contrario, son extrovertidos y no suelen tener miedo al fallo, algo muy importante y que vamos perdiendo con la edad. Fallar es el primer paso para aprender.
Una compañera que había sido tutora de esta alumna cursos anteriores me avisó de que tenía dificultades. Ella misma no había tenido muchas expectativas cuando la recibió como alumna porque la conocía de antes.
La cuestión es que a mí no me gusta que me den mucha información sobre los alumnos para evitar que esto pueda influir en mi comportamiento hacia ellos. En este caso, me tomé esta información como un reto personal.
Desde el primer momento mis expectativas hacia ella siempre fueron altas. Mis comentarios hacia ella siempre eran positivos y resaltando cada una de las cosas que hacía de forma correcta. Intentaba quitar importancia a los errores y siempre buscaba la forma de corregirlos para que, en el momento que lo tuviese bien, darle el refuerzo positivo correspondiente para que ella se volviese a sentir capaz.
Con el paso del tiempo, fue cogiendo confianza, lo que hizo que en las exposiciones de trabajos, en las tareas que realizaba e incluso en las intervenciones en clase fueran cada vez mejores, hasta el punto de que sus propios compañeros la felicitaban porque, realmente, no conocían su verdadero potencial.
Esta alumna simplemente necesitaba un entorno de confianza en el que sentirse segura, en el que pudiese hacer las cosas sin miedo a fallar. Ese año lo consiguió, de tal manera que la propia familia me agradeció al finalizar el curso lo que había hecho por su hija, pues parecía otra persona diferente.
Esto nos pasa a todos, no solo en el colegio, sino en casa con nuestra familia, en nuestro equipo deportivo o en el trabajo. Las expectativas que alguien tiene sobre nosotros pueden marcar nuestro rendimiento.
La psicología llama a esto “efecto Pigmalión”. Podría explicarse como la influencia que una persona puede tener sobre otra en función de la imagen que tiene sobre ella. Es decir, sus creencias pueden influir en el rendimiento del otro.
Una persona que nos valora, nos anima y nos motiva aumentará nuestro rendimiento.
Por otro lado, una persona que tiene unas expectativas muy bajas sobre otra y se comporta con mensajes desmotivantes puede hacer que el rendimiento baje.
Tratad de aplicar esto en vuestro día a día con vuestros hijos, alumnos o compañeros de trabajo, pues el poder de la palabra es mucho mayor del que las personas se creen. Os dejo un enlace para que podáis ver un experimento muy interesante sobre el efecto Pigmalión.